Había sido un hombre orgulloso, un trabajador que durante años construyó su vida con esfuerzo. La casa en la que vivía, ubicada en las calles menos transitadas del norte del Gran Buenos Aires, había sido en su día su mayor logro. Una casa de clase media que había rozado el lujo en sus mejores épocas, ahora se veía atrapada en un lento y doloroso proceso de decadencia.
Para Juan, la jubilación a sus 70 años, que otrora hubiera sido casi suficiente, apenas alcanzaba para los gastos más básicos. La electricidad, el gas, el agua y las tasas municipales se llevaban más de la mitad de su ingreso mensual. Durante meses, el temor de quedarse sin dinero lo consumió, hasta que un día, en medio de la desesperación, por los nuevos aumentos anunciados por el gobierno, tomó una decisión que nunca pensó que sería capaz de tomar. Con la ayuda de un amigo del barrio, que había sido empleado de la empresa proveedora, hizo una conexión clandestina al agua corriente.
Al principio, el alivio de ver bajar los costos lo tranquilizó, pero la culpa pronto se apoderó de él. Cada vez que miraba usaba el agua, sentía que las cañerías susurraban su traición. Fue entonces cuando escuchó, en un programa de radio, que alguien había sido descubierto por una irregularidad similar. Lo obligaron a devolver lo que defraudando había utilizado, con altísimos intereses. Desde ese momento, la paranoia se instaló en su mente como una sombra persistente.
Empezó a escuchar cosas. Primero fue el ruido del agua fluyendo por los caños, un sonido constante, más fuerte de lo normal. A veces, en medio de la noche, se despertaba creyendo que el agua estaba corriendo sin parar por las tuberías, como si todo el sistema estuviera desbordado. Revisaba la ubicación de la conexión clandestina una y otra vez, asegurándose de que nadie la hubiera tocado, pero no podía sacarse de la cabeza la sensación de que lo estaban observando, esperando el momento para atraparlo.
Las voces en su cabeza se hacían más fuertes, más insistentes. No era suficiente con haber reducido las facturas, porque ahora le parecía que alguien había descubierto su conexión ilegal y que en cualquier momento lo denunciarían. Temía que los vecinos hubieran notado algo, que lo estuvieran espiando. Una mañana, mientras tomaba su café, escuchó una conversación entre dos personas que pasaban por la calle. Hablaban sobre la subida de precios de los servicios y combustibles, y a Juan le pareció que lo mencionaban a él, que sabían lo que había hecho. Se levantó de la mesa con el corazón latiendo desbocado, sudando frío.
Los días siguientes fueron peores. Cada vez que abría el grifo, tenía la sensación de que el agua lo estaba observando, que fluía demasiado rápido o demasiado despacio, como si le estuviera reclamando algo. Las palabras de la radio resonaban en su cabeza: "Devolver lo que había tomado, con intereses", "devolver, devolver". El agua que, a costo ínfimo, llegaba a su casa ya no era un alivio, sino una amenaza constante.
Una noche, mientras intentaba dormir, escuchó de nuevo ese goteo incesante, cada vez más fuerte, hasta que no pudo soportarlo más. Se levantó y fue al baño, buscando la fuente del ruido. Pero no había nada. Ni agua corriendo, ni grifos abiertos. El silencio era abrumador, y sin embargo, el sonido seguía taladrando su mente.
Volvió a la cocina, esta vez decidido a enfrentarse al grifo que le estaba atormentando. Se quedó de pie frente a él, observando cómo el agua goteaba lentamente. La gota cayó con un sonido que pareció multiplicarse en la oscuridad. En su mente, cada gota era dinero, cada gota era una deuda que debía ser saldada.
De repente, por varios segundos las gotas dejaron de caer pero su sonido en el fondo del fregadero aún retumbaba. Juan apoyó la yema de su dedo en la boca el grifo y éste comenzó a succionar. Primero fue una leve corriente de aire que le acarició el dedo índice, y luego el chorro inverso se hizo más fuerte. Juan intentó sacar el dedo pero algo lo retenía. El agua que había estado utilizando sin pagar ahora parecía querer recuperar lo que le pertenecía.
El chorro invisible atrapó su dedo, tirando de él hacia el interior de la cañería. Juan, aterrorizado, intentó soltarse, pero era como si el grifo hubiera cobrado vida, decidido a reclamar lo que le correspondía. El dedo se le torció dolorosamente mientras sentía que algo lo arrastraba hacia adentro. De repente fue tan fuerte la succión que se tragó todos los huesos de sus falanges, la piel y carne arrugadas empezaron a chorrear sangre.
Siguió succionando, primero su mano entera, luego su brazo hasta el hombro. A medidas que desaparecía su brazo el grifo parecía masticar. La piel se tensaba doblaba hacia afuera y reventaba en una explosión de sangre. Trató de apartarse, de tirar con todas sus fuerzas, pero era inútil. La succión seguía llevándose más y más de su cuerpo. El dolor era insoportable y el espanto tan grande que no alcanzó a gritar. En su mente, cada gota de su ser que desaparecía lo llevaba a un final inminente.
Y entonces, ya no había más. La oscuridad lo envolvió todo y el silencio llenó la habitación. El olor metálico a la sangre desparramada por el fregadero y sus ropas desgarradas por el suelo quedaron como únicos testigos de lo ocurrido. En su mente, ya no quedaba nada por devolver.
El Portal del Caos, sea lo que fuera que eso quisiera representar, tenía su propia vara de equilibrio. A veces daba, a veces tomaba. A Juan le llegó la hora de devolver lo que había tomado, y lo hizo, de cuerpo y alma, cada centímetro cúbico. Sin embargo, no era el único. Las huellas del ente que habita en el portal siguen marcando a otros. Mientras Juan encontraba su destino, otras historias se entrelazaban en el velo invisible que lo conecta todo. ¿Qué sucedió en la Tormenta del Caos cuando el portal reclamó lo que no le pertenecía? ¿O cómo afectó el portal al caminante que cruzó el Primer Umbral? Todo está unido por hilos invisibles, que solo unos pocos logran ver... si se atreven a adentrarse a El Portal del Caos.