Europa, 1914.
El aire se sentía pesado en las ruinas de la ciudad, cubiertas por la niebla de la madrugada. Franz Reinhart avanzaba lentamente, sus botas crujían sobre las piedras quebradas, mientras la guerra parecía haberse detenido por un instante. En su mano, arrugaba una carta que había leído tantas veces que las palabras ya no tenían sentido. Todo lo que había conocido estaba reducido a cenizas, y con ello, su propia alma.
Sus pensamientos volvían al frente, a los gritos y disparos que ahora parecían tan lejanos. Había pasado meses en esa guerra, pero en ese momento se sentía aún más perdido que nunca. No era solo el caos de las bombas, sino algo más profundo. Era como si una parte de él hubiera cruzado una línea de fuego, una línea invisible donde el dolor y la desesperación se convertían en sus compañeros.
Mientras avanzaba, las sombras de los edificios destruidos parecían moverse. De vez en cuando, veía figuras que aparecían y desaparecían en la niebla, como si estuvieran observándolo. Se detuvo frente a lo que quedaba de una iglesia, la estructura apenas sostenida por las columnas restantes. Su mente vagaba, confundida por las imágenes de los soldados caídos, amigos que se desvanecían como el humo en el viento.
Franz había escuchado historias de hombres que perdían la cordura durante la guerra, pero no pensaba que eso le sucedería a él. Y sin embargo, algo dentro de él comenzaba a desmoronarse. Cada paso lo llevaba más lejos de la realidad, como si estuviera atrapado en un laberinto mental, desconectado del mundo. La guerra no solo estaba fuera de él, estaba dentro, consumiendo cada rincón de su mente.
De repente, su equipo empezó a fallar. El fusil, su única defensa en esa desolación, se trabó, como si el metal se hubiera rendido ante el caos que lo rodeaba. Las balas se negaban a salir del cargador y su brújula, aquella que lo había guiado en el campo de batalla, ahora giraba sin control. Era como si todo su material bélico hubiera sido infectado por la guerra misma, sumergiéndolo en una especie de caos tecnológico. La tecnología y las herramientas de combate que alguna vez le dieron seguridad ahora eran inútiles, dejándolo a merced de la selva urbana y de sus propios miedos.
El frío de la mañana parecía apoderarse de su cuerpo, y con cada paso, la niebla lo envolvía más. Sentía como si algo o alguien lo siguiera, pero al volverse, solo encontraba vacío. El eco de los disparos lejanos se apagaba, pero el ruido en su cabeza se hacía más fuerte. Las imágenes de su hogar, de su esposa esperándolo, se desmoronaban ante sus ojos. Ya no estaba seguro de qué era real y qué solo existía en su mente.
De pronto, una figura emergió de la niebla, oscura y difusa. Franz sintió un escalofrío recorrer su espalda. Quiso correr, pero sus piernas no respondían. La figura se acercaba lentamente, cada paso resonaba en su mente como un martilleo constante. Estaba paralizado, atrapado entre la realidad y las sombras de su propia mente.
La figura se detuvo frente a él, y aunque no podía ver su rostro, Franz supo lo que era. Era él mismo, o al menos una versión de lo que había sido. Un reflejo distorsionado por la guerra, por el dolor, por el caos. Era la encarnación de todo lo que había perdido. En ese momento, comprendió que no importaba cuán lejos intentara huir, siempre estaría atrapado en su propio eco.
La carta cayó de su mano, absorbida por el barro de la ciudad en ruinas. El silencio lo rodeaba, pero en su mente, el eco del caos nunca desaparecería.