Oliverio siempre había sido un niño curioso. Desde que tenía memoria, los cuentos que su abuela le narraba sobre la selva lo fascinaban. Historias de animales parlantes, espíritus que cuidaban los ríos y seres misteriosos que habitaban los árboles llenaban su imaginación. Aunque vivía en Neiva, una ciudad tranquila a orillas del río Magdalena, su mente siempre vagaba más allá de los límites de su hogar, hacia el corazón de la selva que sus mayores temían y respetaban a partes iguales.
El llamado de la selva
Una mañana, mientras jugaba cerca de la finca de su familia, algo lo llamó desde el interior del bosque. No era un sonido claro, sino un susurro, suave y persistente, que parecía invitarlo a adentrarse más y más en la espesura. El susurro bailaba entre las ramas, como el eco lejano de una canción que no lograba comprender. Sin pensarlo dos veces, Oliverio siguió ese llamado, alejándose de las tierras familiares que conocía. La vegetación se volvió más densa, y los sonidos del pueblo se desvanecieron, reemplazados por el zumbido incesante de insectos y el chillido de aves desconocidas.
Perdido en la selva
El miedo comenzó a germinar cuando, después de un rato, Oliverio miró a su alrededor y ya no reconoció el camino. Los árboles parecían haberse cerrado detrás de él, como si la selva se hubiera tragado el sendero de regreso. Cada rincón del bosque lucía igual: troncos gigantes, hojas cubriendo el suelo y el eco distante de la vida que ocultaba el misterio de sus profundidades, se dirigía hacia el primer umbral.
—¡Hola! —gritó, esperando que alguien lo escuchara. Solo el crujir de ramas lejanas y un eco seco respondieron.
El corazón de Oliverio comenzó a latir más rápido. El aire, que al principio le parecía fresco y lleno de promesas, ahora pesaba sobre sus pulmones. Estaba perdido, completamente solo en la inmensidad de la selva, y no tenía idea de cómo regresar. Mientras se sentaba al pie de un gran árbol para tratar de calmarse, las historias de su abuela le vinieron a la mente. Historias que alguna vez habían sido solo cuentos antes de dormir, ahora comenzaban a adquirir una nueva gravedad. Quizás, pensó, los espíritus de la selva no eran solo fantasía, una tormenta del caos comenzaba a invadir el ambiente.
El encuentro con los elementales
El cambio en el viento fue lo primero que notó. El aire dejó de sentirse sofocante, y un aroma dulce, casi embriagador, comenzó a flotar en el ambiente, como si las flores estuvieran celebrando la llegada de la lluvia. Fue entonces cuando Oliverio vio algo que lo hizo contener la respiración: una pequeña figura, hecha de luz y hojas, apareció entre los arbustos. Sus ojos brillaban como luciérnagas, y su cuerpo parecía una extensión de la vegetación misma.
—¿Estás perdido, pequeño? —preguntó la figura, con una voz suave, como el murmullo del agua en un arroyo secreto.
Oliverio asintió lentamente, incapaz de articular palabras.
—No temas, —continuó el ser—, los guardianes de la selva siempre cuidan a los que se pierden, especialmente a los que escuchan. Ven, te llevaremos de vuelta.
El regreso a casa
Alrededor de Oliverio, otras figuras comenzaron a aparecer. Algunas eran pequeñas, como colibríes, hechas de pétalos y musgo. Otras eran altas y esbeltas, con cuerpos que reflejaban la luz en tonos verdes y dorados, sus ojos profundos como los ríos que corrían bajo la selva. Oliverio entendió en ese instante que había sido escuchado, y que la selva, esa entidad vasta e incomprensible, había decidido responder.
El viaje a través de la selva fue como ningún otro. A su alrededor, la vegetación se abría ante los elementales, y los sonidos de la naturaleza se volvieron suaves, armónicos, casi musicales. La presencia de aquellos seres parecía calmar a los mismos árboles, como si fueran parte de un pacto antiguo que Oliverio solo comenzaba a entender.
—¿Por qué me ayudan? —preguntó al fin, con una mezcla de incredulidad y alivio.
—Porque tú escuchas, —respondió uno de los elementales, su voz como el susurro del viento en las ramas—. La selva siempre habla, pero pocos niños como tú pueden oírla.
El camino de regreso fue breve pero eterno. Oliverio sentía que estaba en el lugar al que siempre había pertenecido. Sentía que la selva lo había aceptado.
Un regreso inesperado
Cuando finalmente llegó al borde del bosque, Oliverio vio la luz del sol brillar con más fuerza. Del otro lado, a lo lejos, podía ver la finca de su familia. El tiempo parecía haber transcurrido de manera diferente en la selva, aunque no sabía si habían pasado minutos o días.
—Es hora de que regreses —dijo el elemental más pequeño, con una sonrisa cálida—. Pero recuerda, la selva siempre estará aquí, observando y esperando. Si alguna vez necesitas ayuda, solo escucha el viento.
Oliverio los miró por última vez, sintiendo un nudo en la garganta. Sabía que, aunque las figuras ya no estuvieran, siempre estarían presentes de alguna manera. El aire se sentía más ligero, como si la selva lo hubiera aceptado como uno de los suyos.
La vuelta a casa
Al regresar a casa, su abuela lo recibió con los brazos abiertos, pero al mirarlo a los ojos, una chispa de entendimiento cruzó su rostro. No le hizo falta decir nada. Ella también había escuchado a la selva cuando era niña. Y ahora, ambos compartían ese secreto, ese vínculo con algo más grande y más antiguo que cualquier historia contada.
Reflexión Final
La naturaleza tiene sus propios guardianes, y aquellos que saben escuchar su llamado siempre encontrarán una mano que los guíe. Oliverio nunca olvidaría ese día, ni los susurros del viento que le recordaban que la selva siempre estaba ahí, velando por los que se atreven a escuchar.