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La Conexión Invisible (Episodio 64)

Cada mañana, Marcelino Sinoli caminaba por la costanera municipal de San Fernando, a la vera del río Luján. Su rutina era sencilla: 40 minutos de caminata, casi todos los días, acompañado solo por su chihuahua, Brutus. La brisa del río y el sonido de las hojas agitadas por el viento eran el marco perfecto para liberar su mente.

El poder de la mente

A sus 45 años, Marcelino había alcanzado un dominio excepcional sobre su práctica profesional. Psiquiatra especializado en terapias hipnóticas, su habilidad para entrar en el subconsciente de las personas era notable. Lo que más disfrutaba no era el reconocimiento por su trabajo, sino la sutileza con la que podía influir en las mentes sin que nadie lo supiera. Con pocas palabras, lograba una "conexión", como él la llamaba, penetrando en los rincones más profundos del subconsciente de la gente.

Un día, después de su caminata, decidió sentarse en un banco frente al río, donde ya estaban una pareja de ancianos. La mujer, con dificultad, intentaba atar los cordones de la zapatilla derecha de su esposo. Marcelino observó la escena y, en un acto de amabilidad, se ofreció a ayudar. Los ancianos sonrieron agradecidos, y tras unos minutos de charla, la conversación fluyó naturalmente. Hablaron de sus hijos, de la vida en San Fernando, de los achaques de la edad.

El deseo de cambiar el tiempo

Treinta minutos después, Marcelino había logrado lo que llamaba su "conexión total". Sentía que estaba en el control absoluto de la mente de ambos ancianos, pero no tenía intención de hacerles daño ni de incomodarlos. Era, en cierto modo, un experimento. Como lo hacía en la cancha con los arqueros, decidió jugar, esta vez de forma más sutil.

—Si quisieran pedir un deseo ahora mismo, ¿cuál sería? —preguntó con una sonrisa.

El anciano, sin pensarlo, respondió con una voz firme que contrastaba con su frágil apariencia:

—Querríamos tener cincuenta años menos.

Marcelino sonrió. Sabía que el poder de la sugestión era increíblemente fuerte en las personas vulnerables, y en ese momento, los ancianos lo estaban. De repente, en el subconsciente de ambos, el mundo cambió. Sentían que sus cuerpos rejuvenecían. Los rostros marchitos que reflejaban años de vida y experiencia comenzaron a desvanecerse en su mente. Las arrugas desaparecieron. La piel volvió a tensarse. Los músculos recuperaron su fuerza y elasticidad. Ambos se miraron, asombrados, y gritaron del susto.

Un cambio sorprendente

—¡Mirá! —dijo la mujer, temblando— ¡Somos jóvenes de nuevo!

Lo que estaba ocurriendo era solo en sus mentes. Para todos los que pasaban por la costanera, seguían siendo la misma pareja de ancianos conversando alegremente con un hombre más joven. Los paseantes en el césped cercano los veían como siempre, dos abuelitos que compartían una tarde junto a un simpático desconocido.

Pero en sus cabezas, Marcelino había transformado su realidad. Se veían como dos jóvenes de treinta años, vibrantes y llenos de energía. Se abrazaron, besándose con entusiasmo, agradecidos por el milagro. La dopamina inundaba sus cerebros, y la euforia era palpable. Marcelino los observaba con calma, disfrutando de la escena. Era una prueba más de su poder.

Una realidad alterada

—Muéstreme su documento, si lo tiene —pidió Marcelino al hombre, con un tono suave pero firme.

El anciano, que había recuperado su movilidad, sacó su billetera del bolsillo y entregó su cédula de identidad. Al verla, los ojos de ambos se abrieron como platos. El documento, que antes indicaba que había nacido en 1945, ahora mostraba el año de nacimiento como 1995.

—¡No puede ser! —exclamó el hombre, con los ojos llenos de asombro—. Nací hace cincuenta años, pocos días del fin de la Segunda Guerra Mundial y ahora dice que nací en el 95...

El poder que afecta

Lo que estaban viendo era la materialización de lo que sus mentes les dictaban. La realidad externa no había cambiado; sus cuerpos seguían siendo los de dos ancianos. Pero en sus cabezas, la conexión de Marcelino los había hecho jóvenes nuevamente. Los anteojos de ambos estaban tirados en el suelo, pero no los necesitaban: la ilusión que experimentaban era tan real para ellos que todo parecía perfecto.

Marcelino los dejó allí, en su fantasía, sabiendo que eventualmente volverían a la normalidad. Pero el solo hecho de haber visto el rejuvenecimiento de la mujer afectó profundamente a Marcelino. Por primera vez, dudaba si sus acciones no estaban teniendo repercusiones mucho más grandes de lo que podía percibir.

Un sueño perturbador

De vuelta en su casa, Marcelino tomó una pastilla para descansar. Atendió a su chihuahua, Brutus, y se fue a dormir. Pero lo que vino fue un sueño inquietante.

Soñó que se despertaba en la costanera, pero era de noche. Las farolas no se habían prendido. La claridad la daba lo que parecía la luna, pero no era la luna. Estaba en el lugar del cielo equivocado. Era como un hueco en la negrura, que dejaba salir la luz. Y se agrandaba. Repentinamente, comenzó a ver destellos de luz, pequeños y rápidos, que fluían como olas, unos tras otros, cada vez más veloces, hasta que alumbraron todo. Parecía de día, pero no había nada. No había costa. Solo luces yendo y viniendo, y esa luna, o lo que fuera, que se agrandaba. Eso lo alcanzó, y dentro de ello todo era luz amarillenta. No distinguía nada y no sentía nada. Era parte de eso.

Almas incipientes

Entonces, una voz en su mente, o en su subconsciente, le hizo saber que esas luces eran almas incipientes, que se irían a encarnar a su debido tiempo y en su debido lugar. Le recordó que todo tiene su ciclo, su orden, y que no debía interferir más con las realidades.

Marcelino sintió que esas luces, esas almas, lo estaban alcanzando y fagocitándolo. La luz amarillenta pasó a ser parte de él y viceversa.

El destino final de Marcelino

Toc, toc, toc. Golpean la puerta en la casa de Marcelino. El chihuahua salta de alegría porque hace dos semanas que está encerrado. Sin alimento balanceado, fue comiendo los dedos y las manos de Marcelino, que yace muerto en la cama. Descompuesto. Mucho, luego de dos semanas del verano caliente.

Nunca despertó Marcelino, nunca volvió a sus tareas. Esa luz se lo llevó porque al parecer formaba parte de ella, no en cuerpo, pero sí en subconsciente. Cayó en la cuenta de que, como un escritor y su novela, él podía cambiar la historia de dos personas y volverla a reiniciar, el cuerpo y el alma. Si podía con dos, tal vez podría con todas. Y tal vez con todo.

Pero eso solo está reservado a algo superior. Tal vez Dios. Tal vez el Portal del Caos.

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