Agosto de 2021.
El Teatro Lafayette fue erigido
a finales del siglo XIX, una joya arquitectónica en el corazón de Louisiana. Su fachada de madera envejecida y sus letras torcidas parecían desafiar el paso del tiempo, como si alguna fuerza invisible lo mantuviera en pie.
Desde 1950, el gobierno local había intentado en vano demolerlo, considerándolo una reliquia maldita y polvorienta en una ciudad que ansiaba modernizarse. Sin embargo, cada intento se desvanecía entre trámites interminables, fallos adversos e inexplicables o el repentino apoyo de organizaciones históricas que lo proclamaban un “tesoro cultural” digno de conservación.
Lo más curioso eran las donaciones. Grandes sumas de dinero llegaban de cuentas anónimas, solventando que trabajara a pérdida, evitando su cierre definitivo. Era un misterio, pero nadie preguntaba demasiado. ¿Para qué molestarse? Al final del día, el Teatro Lafayette continuaba proyectando películas baratas, sus salas medio vacías, con sólo viejos aficionados y jóvenes curiosos.
A lo largo de los últimos 60 años, la ciudad lo había ignorado, dejándolo existir en un rincón polvoriento de su historia. Lo que pocos sabían, sin embargo, es que el teatro estaba vivo. Pero no en el sentido en que lo están los edificios que respiran la actividad de quienes los habitan. No, el Lafayette tenía vida propia, una entidad que lo habitaba desde su creación. Algo oscuro y antiguo que se alimentaba de las emociones de sus espectadores: del miedo que generaban los filmes de terror más baratos, de la alegría y las risas de las viejas comedias proyectadas con un proyector que chirriaba con los años.
El cierre del 2020
Cuando las luces se apagaban y la pantalla empezaba a parpadear, una sombra se deslizaba entre las butacas, moviéndose lenta pero segura, recolectando lo que necesitaba para seguir existiendo. Nadie la veía, pero siempre estaba allí, respirando en la oscuridad.
Entonces, llegó el año 2020. La pandemia del Covid paralizó la ciudad, como a todo el mundo. Las luces del Lafayette se apagaron por primera vez en décadas, y su pantalla quedó en negro. El teatro permaneció cerrado, vacío, sin emociones humanas que alimentaran a la sombra que lo habitaba. Meses se convirtieron en un año. Y la entidad, privada de su sustento, se debilitó. Pero la oscuridad que residía en el teatro no estaba dispuesta a desaparecer. Era vieja, hambrienta y astuta.
El regreso en 2021
Agosto de 2021. Las restricciones se relajaban, y el Lafayette volvió a abrir sus puertas, aunque tímidamente.
Los primeros espectadores entraron al teatro, tal vez por nostalgia o simple curiosidad, pero las emociones no eran las mismas. El miedo y la alegría, los sentimientos con los que la entidad había sobrevivido, eran ahora reemplazados por algo más tenue, una indiferencia generada por los largos meses de aislamiento.
La sombra dentro del Lafayette sintió el cambio. Se debilitaba a cada proyección, a cada risa forzada o sobresalto vacío. Hasta que, una noche, tomó una decisión. Necesitaba algo más fuerte, más tangible. Las emociones ya no bastaban. Ahora, lo único que podía salvar al teatro era la sangre fresca.
La primera proyección nocturna
El 15 de agosto, el teatro organizó su primera proyección nocturna en más de un año. El cartel anunciaba un maratón de películas de terror clásicas, atrayendo a un pequeño grupo de entusiastas. Eran apenas diez personas, pero para la entidad, era suficiente.
El ambiente en la sala era sofocante, pleno verano en el norte. Las luces titilaban mientras la primera película comenzaba, un clásico en blanco y negro. Los espectadores se acomodaban en sus butacas, ajenos al hecho de que la sombra se había despertado del todo. Se deslizó entre las filas, por detrás, invisible, hambrienta.
La primera víctima fue un hombre sentado en la última fila. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero lo ignoró, atribuyéndolo a la atmósfera de la película. No vio la sombra acercarse por detrás, no sintió la garra fría que lo tomó por el cuello hasta que ya fue demasiado tarde. Un leve susurro, un tirón en la oscuridad, y su cuerpo quedó inerte en la butaca. Su compañero, sentado a dos butacas de distancia, no notó nada.
A medida que la noche avanzaba, la sombra se volvía más fuerte. Cada vez que la pantalla destellaba en el Lafayette, alguien desaparecía, alguien entregaba el alma. Un leve crujido, una respiración cortada, un latido detenido, y las butacas se vaciaban lentamente. El terror en la pantalla ya no era lo que paralizaba a los espectadores, sino el terror real que acechaba en las sombras del teatro.
Un final abierto
Para el final de la tercera película, solo quedaban dos personas en la sala, y la entidad, ahora saciada, había recuperado su fuerza. Los cuerpos de las víctimas permanecían en sus asientos, inmóviles, como si aún observaran la pantalla. Nadie notó nada hasta la mañana siguiente, cuando los empleados del teatro encontraron el lugar vacío de vida, pero lleno de horror.
El Teatro Lafayette, que había resistido las embestidas del tiempo, de los gobiernos y de los intentos de demolición, ahora estaba más vivo que nunca. Su secreto había cambiado. Ya no necesitaba las emociones pasajeras de sus espectadores. Ahora tenía una nueva fuente de alimento.
Y así, en el calor sofocante de agosto de 2021, el Lafayette se preparaba para una nueva era. Las puertas seguirían abiertas, las películas seguirían proyectándose, y la oscuridad seguiría cazando en el silencio entre cada butaca.
Después de todo, algo debía mantener al teatro en pie.