Hernán Suárez había pasado toda su vida rodeado de billetes. Cambista de divisas en el centro de Córdoba, conocía de memoria el peso exacto de un fajo de dólares y cómo los números podían moldear el destino de las personas. Pero, con cada año que pasaba, una sensación oscura crecía dentro de él. El dinero entraba y salía, pero su vida seguía atascada, inmóvil, como las manecillas de un reloj que solo avanzan cuando nadie las observa.
Un viernes diferente
Una tarde de viernes, mientras contaba el efectivo de su última transacción del día, notó algo que lo hizo detenerse en seco. Los billetes que revisaba no eran diferentes de los de siempre, pero la sensación al tocarlos era distinta. Cada dólar parecía idéntico al anterior: mismas arrugas, mismas manchas, la misma marca de tinta en el borde. Era como si el tiempo se hubiera detenido en esos trozos de papel.
"No puede ser", pensó, sacudiendo la cabeza. Cerró la oficina y se dirigió al estacionamiento. La ciudad estaba bañada en los tonos anaranjados del ocaso, y el sonido de sus pasos resonaba como un eco solitario. Al llegar a su auto, una sombra lo esperaba.
El encuentro con la figura oscura
Era una figura alta y delgada, inmóvil como una estatua. La luz de las farolas no alcanzaba a iluminar su rostro, pero algo en su postura lo hizo detenerse. Hernán sintió un escalofrío correrle por la espalda, como si esa presencia lo hubiera estado esperando por mucho tiempo, incluso antes de que él mismo lo supiera.
—¿Creés que podés cambiar tu vida sin pagar el precio? —dijo la figura, su voz profunda resonando como un eco que no pertenecía a este mundo.
El aire alrededor se volvió pesado, opresivo. Hernán intentó moverse, pero sus pies parecían anclados al suelo. Pensó que se trataba de un robo, algo común en su línea de trabajo. Pero esto era diferente. Las palabras de aquella voz no lo abandonaban. Resonaban en su mente, en sus huesos. Cuando levantó la vista, la figura se había desvanecido.
El despertar de la realidad
Esa noche, Hernán no pudo dormir. El silencio de su departamento, que normalmente le ofrecía un respiro, esta vez le pesaba como una losa. Las imágenes de los billetes idénticos y la sombra en el estacionamiento lo atormentaban. Sentía que algo invisible lo estaba acechando, un precio que aún no había comprendido. El dinero, el negocio, todo lo que había construido, de repente se le antojaba como un ciclo sin sentido. Necesitaba escapar.
El lunes por la mañana, Hernán decidió vender su oficina. Había llegado el momento de dejar todo atrás y empezar de nuevo. Al entrar en su oficina, una sensación extraña lo recibió. El aire estaba viciado, pesado. Abrió la caja fuerte para organizar el efectivo, pero lo que encontró lo hizo retroceder. Los billetes estaban allí, pero no eran solo dinero. Eran los mismos billetes que había contado el viernes, idénticos en cada detalle: la misma mancha, las mismas arrugas. No habían cambiado en absoluto, como si el tiempo en su pequeño mundo hubiera decidido detenerse.
El teléfono y la risa siniestra
De repente, el teléfono sonó, rompiendo el silencio con un timbre que parecía provenir de otro tiempo. Hernán dudó antes de contestar, su mano temblando. Al otro lado, solo escuchó una respiración lenta, seguida de una risa, suave pero inquietante, como si quien la emitía supiera algo que él no.
El miedo se apoderó de él. Salió de la oficina apresuradamente, caminando por las calles de Córdoba. Pero algo en la ciudad había cambiado. Las personas se movían como siempre, pero sus movimientos eran torpes, mecánicos, como si todo estuviera atrapado en una repetición interminable. Las calles, que conocía desde hacía años, ahora parecían laberintos que lo llevaban siempre al mismo lugar. Sentía como si algo lo estuviera observando, una fuerza que no podía ver, pero que lo guiaba hacia su propio destino.
El retorno del caos
Y entonces, apareció la figura oscura nuevamente. Esta vez, al final de la calle, la misma presencia, inmóvil, esperándolo. Hernán corrió hacia ella, desesperado por respuestas, pero la figura se desvaneció en la multitud como un espejismo. Solo quedaron sus palabras reverberando en su mente: "Cambiar tu vida tiene un precio".
Al regresar a su oficina, Hernán sintió que estaba atrapado en un ciclo del que no había escape. El dinero, que había sido su única constante, ahora lo asfixiaba. Abrió la caja fuerte una vez más, y esta vez, encontró algo diferente: una nota, escrita en letras torcidas y oscuras. Decía: "El cambio tiene un precio."
La conclusión: El caos reclama su deuda
Al mirar sus manos, notó que sus dedos estaban manchados con la misma tinta oscura que había usado la figura para escribir el mensaje. Hernán comprendió entonces que su vida había dejado de pertenecerle. La realidad, como los billetes en sus manos, se repetía una y otra vez, distorsionándose, llevándolo cada vez más lejos de cualquier cosa que pudiera controlar.
La oficina, el dinero, la ciudad... todo había cambiado, pero no del modo en que él había deseado. El precio del cambio era el caos mismo, y ahora lo había reclamado. Hernán dejó caer los billetes al suelo, sabiendo que no había vuelta atrás. El caos ya no era una posibilidad. Era su destino.