El aire en Buenos Aires era una fiesta. Las calles, pintadas de celeste y blanco, estaban abarrotadas de gente que festejaba como si no hubiera mañana. La selección había ganado el Mundial, y no había esquina sin bombos, banderas ni camisetas. Los autos tocaban bocina sin parar, los pibes saltaban y cantaban, y la alegría se sentía en cada rincón. Era un día histórico, de esos que no se olvidan.
La inquietud de Mateo
Mateo Fernández, un tipo de barrio, observaba desde el balcón de su departamento. Vivía solo y, aunque la euforia de la ciudad lo envolvía, él sentía algo raro. No era que no estuviera contento con la victoria, pero había algo en el aire, algo que no terminaba de cerrar. El bullicio que a todos les arrancaba una sonrisa, a él le generaba una sensación de inquietud que no lograba entender.
Eran las diez de la noche cuando el reloj de la pared sonó, y fue en ese momento cuando todo cambió. Aunque el ruido seguía, la atmósfera se había vuelto pesada. Había una especie de vibración en el aire, un eco que rebotaba entre las carcajadas y los gritos de los festejos. A Mateo le costaba explicarlo, pero era como si las voces no llegaran de una sola vez, como si algo estuviera repitiendo las palabras con un leve retardo. Y ese eco... cada vez que lo escuchaba, sentía que algo oscuro se escondía detrás de las risas.
El descenso a la calle
Decidió bajar a la calle. Al pisar la vereda, lo golpeó el calor humano de la multitud. Todos estaban abrazados, bailando, cantando. Pero a medida que avanzaba por las calles de su barrio, Mateo notaba algo raro en las voces. Era como si rebotaran en las paredes de los edificios, deformándose, volviéndose irreconocibles. El eco de la felicidad tenía un tono siniestro, y le recorría la espalda un escalofrío cada vez que lo escuchaba.
Llegó al obelisco, donde la fiesta estaba en su máximo esplendor. La gente saltaba, los bombos retumbaban, pero Mateo ya no podía distinguir las canciones. El eco lo había invadido todo, como si las voces salieran de algún rincón oscuro, deformadas por el viento. Miró alrededor, buscando alguna señal de que alguien más notaba lo que él sentía, pero todos seguían en la suya, como si nada malo estuviera pasando.
Perdido en su propia ciudad
Intentó volver a su casa, pero cuando dobló la esquina para entrar en su cuadra, notó que no la reconocía. Era como si las calles hubieran cambiado de lugar. Las sombras de los edificios se alargaban, y el eco seguía, rebotando en su cabeza, cada vez más fuerte. Caminaba en círculos, pero no lograba encontrar el camino de vuelta.
Cuando finalmente llegó a su edificio, subió corriendo las escaleras y cerró la puerta detrás de él. El eco seguía ahí, dentro de su mente. No era el eco de la alegría que había visto en la calle. Era otra cosa, algo mucho más profundo y aterrador. Se tiró en la cama, intentando dormir, pero el eco no lo dejaba en paz. Se dio cuenta de que la euforia de la victoria había despertado algo que no debería estar ahí. Algo que se alimentaba de la energía de la ciudad y que ahora no lo soltaría.
El final
Antes de caer en el sueño, con los ojos pesados, Mateo se preguntó si esa victoria había sido realmente suya o si algo, mucho más oscuro, se estaba apoderando de Buenos Aires sin que nadie lo notara.
Reflexión Final
¿Podemos diferenciar el verdadero gozo del caos disfrazado de alegría? Las emociones colectivas pueden ser un arma de doble filo, y en las calles de Buenos Aires, esa victoria mundialista fue el detonante de un eco que resonará por siempre en los rincones oscuros de la ciudad.